lunes, 8 de marzo de 2010

El Gran Tipo

Jesús era el tipo de persona que todos los que creemos saber algo querríamos ser; era la clase de persona que levanta cualquier reunión, el tipo con el que todo el mundo se lleva bien, que hace amigos en los lugares que frecuenta; por trabajo, por ocio, por casualidad. Con Jesús toda reunión era una juerga y toda juerga una Gran Juerga. Como él. Como su metro noventa y pico de estatura y sus ciento y pico de kilos.

Mi primer recuerdo de Jesús me viene allá cuando yo contaba doce añitos y suspiraba por mi primer ordenador. Por entonces se buscaba la vida como comercial en El Corte Inglés. Yo todavía no sabía, ni me preocupaba, por lo que era buscarme la vida. Sólo sabía que un tipo enorme les explicaba a mis padres -y a mí- las bondades del ordenador que trataba de vendernos. Como le ocurre a todo el mundo, me cayó simpático.

A partir de aquí siempre tuve fijo aquél recuerdo de vendedor gigantesco en mi memoria. Luego crecí, aunque no tanto como él, y cuando volví a cruzarme en su camino me pareció menos enorme. Pero lo seguía siendo.

El Gran Tipo dejó El Corte Inglés y se estableció por su cuenta. Todo el mundo que le quería -es decir, que le conocía- trató de echarle una mano. De mí le dijo a mi hermana que "le parecía muy bohemio", y bajo el pelo largo que gastaba entonces, el bigote y la perilla, me inflé orgulloso de que el Gran Tipo, que había viajado a Rusia cuando todavía era la URSS, que me había ayudado preparando mi viaje a Praga, hubiese dicho tal cosa. Igual que con la imagen de enorme vendedor, nunca me olvidé de una frase que me ayudó a seguir siendo quien soy -o quien querría ser- en muchos momentos. Algunos pensarán que esto es una tontería, pero eso es porque no conocían al Gran Tipo, ni me conocen a mi.

A partir de aquí ya no tuve mucha más relación con él. Tuve la suerte de compartir con él algunas de sus Grandes Juergas, pero el Gran Tipo se echó familia y dejó de viajar, y dejamos de tener temas comunes de conversación. Siguió con sus otras dos grandes aficiones: la cerveza en jarra helada -o no- y el fútbol. Consumía todo tipo de fútbol; Liga BBVA y Premier. Compraba camisetas de equipos ingleses por internet. Mucho gafapasta dirá que no era tan Grande si le gustaba el fútbol. Y yo digo que desde que, con los años, le perdí el entusiasmo y la afición, he perdido también una fuente de vitalidad y un hilo común con el que mantener o hebrar amistades. Sólo el que perdió, como el que amó, sabe.

Pero me desvío. Este es mi homenaje a Jesús, uno de los tipos más Grandes que conocí -es un patrón que se repite en mi vida, pero esta es otra historia-. Cuando me dijeron que había muerto de un infarto no podía creerlo, ni tan siquiera fui capaz de relacionar su nombre con la muerte. ¿De quién me hablan? pensé. Pero era verdad. La Puta Vida se había llevado a Jesús con sólo cuarenta y cinco tacos; dejando mujer, dos niñas pequeñas y doscientos amigos desconsolados.
Ahora seguiría hablando de cómo nos afecta la muerte, de si algunos estamos vivos o en realidad no, de cómo los escalofríos recorrieron mi columna durante el velatorio, y de cómo creo que lloré, una sola y sorprendente lágrima. Pero eso no es lo que quiero contar. Sólo quería pasarme por aquí y decir adiós al Gran Tipo. Si hay algo después de esto, están de enhorabuena.

jueves, 30 de octubre de 2008

De cómo Juan les ganó la partida a los malos


Era una de esas persona inusualmente inocentes, una excepción de la que sólo podías esperar oleadas de buenrrollismo. Tenía su lado oscuro, claro, pero no era culpa suya, sino de una educación retrógrada, reaccionaria, que venía del tener fonda y tierras cuando llegaron los rojos, esos que quemaron la iglesia del pueblo y les desmontaron el molino.

Juan era por tanto –había sido, ahora ya un poco menos, y me hubiera gustado conocer los resortes que le habían llevado a perder la fe, a él, alguien que no parecía rebelarse nunca contra un destino duro y seco- bastante religioso y muy tradicional. No era cristiano de los que maniobran, compadrean y medran, sino sólo creyente temeroso de un Dios que le ignoraba, o al menos eso me parecía a mí.

Juan había tenido una suerte regular con la familia. Su mujer estaba lastrada por todo tipo de frustraciones cuyo calado real sólo ella conocía. Una de ellas, quizá la principal, provenía de su hermana y su cuñado. Era su hermana el prototipo de triunfadora a la que el destino había sonreído; todo lo contrario que a ella. Ella se había visto obligada a servir de joven, a pasar hambre y sufrir humillaciones de rico. Se había casado con Juan, que nunca llegaría a nada importante en la vida –era demasiado bueno y manso para ello-. Su hermana tenía una casa mejor y más grande, incluso mayor número de hijos. Tenía un estilo ciudad de provincias, clase media alta, mientras que la mujer de Juan se había quedado en el pueblo, en vecina de barrio como mucho. Su marido trabajaba en un banco, conducía un buen coche, incluso montaba una scooter para mantener el ritmo de su ajetreada vida. Así de moderno era.

Todo eso, y el trato de favor de sus padres para con la hermana pequeña –que no tuvo que marchar a servir, ni pasó hambre, ni sufrió humillaciones de rico- había ido labrando lentamente un resentimiento contra ella y contra el mundo, y aunque no machacaba mucho a Juan por su falta de progreso en la burguesía de provincias, era todo aquello una bruma que se sentía en seguida cuando los conocías. Era una mujer con un puntito egoísta y marimandón, defectos estos cuya condición le había impedido desarrollar. Al contrario que su hermana –que lucía tipo Corte Inglés-, había engordado mucho, y no tenía en cuenta etiquetas ni refinamientos cuando invitaba a comer o cenar a su casa. Yo, claro, tampoco la trate ni medio bien, detestando en su día aquellas maneras de extrarradio.

Juan pasó la mayor parte de su vida bastante feliz, porque los dioses, al menos, le habían concedido la paz del que no aspira a mucho más, del que disfruta con el trabajo aunque sea duro y se apropie de la mayor parte de tu vida. Sólo con el paso de los años se había desengañado de un jefe con el que empezó un compadreo que se hizo imposible conforme la tiranía del mando fue imponiendo su ley. Pero lo mejor es que, cuando ya cumplía los cincuenta y pico, se le cayó de la manga un as del que ni siquiera él era consciente. Como un viejo mago que, tras años sin ejercer, se pone un traje raído y descubre un truco guardado en algún bolsillo; recordó de pronto sus lecciones de mozo; cuando su padre –músico por afición pero presente en distintas orquestas tocando el violín, nada menos- le había llevado a aprender solfeo, bandurria, cosa tradicional y decente. Pronto Juan demostraría carecer de talento para ello, o quizá fuera la vida y el seguir malos consejos que lo llevaron a ponerse pronto a trabajar de lo que fuera. Pero la cosa es que lo dejó. Lo dejó para ser padre de familia y abrirse paso en una sociedad que se aprovecharía siempre de su buena fe. De su fe, en general.

Recordó, se ha dicho, sus lecciones de mozo. Y de alguna forma el Gran Orden le puso en contacto con una agrupación de música tradicional, que necesitaba una bandurria más. Y así empezó a tocar en misas, en procesiones, dentro de aquél mundillo religioso que hasta el momento no le había servido para nada. Y lo recaudado se gastaba en cenas, en comidas. Y había que ensayar, y preparar las piezas en casa: Juan retomó la costumbre de grabarse para mejorar, de tocar sobre melodías. Es estupendo recordarle con sus escasos medios: una grabadora de cinta en medio de la era digital y del MP3, hojas de pentagrama en las que anotar progresos, cambios, improvisaciones. Un día acudió su padre a la capital por cosa de médicos, y durante la comida Juan tocó una pieza. El anciano, virtuoso del violín, asentía piadosamente. Lo que tocaba Juan no era gran cosa, y nadie sabrá nunca hasta que punto tenía aquél hombre de noventa años orgullo silencioso de padre, o respeto de músico por otro que hacía lo que podía si poseer ningún talento.

Juan terminó así convertido en músico aficionado, con los conocimientos suficientes para que la música tomara su vida y la engalanase con todo tipo de eventos sociales. Contra eso nada podían hacer los malos. Juan salía ahora más que ellos, escuchaba aplausos, conocía a más gente, disfrutaba tocando. Su existencia se iluminó, y todos aquellos que lo habían tenido por un don nadie a lo largo de su vida nunca lo reconocerían; mirarían hacia otro lado, quizá incluso se atreviesen a hacer algún chiste sobre la música y el vestido tradicional que llevaba Juan. Pero en el fondo sabían que habían perdido. Ellos no tenían as alguno en la manga con el que ganar la mano de Juan –eran peligrosamente listos, pero nunca magos de nada-, que se disponía, aún sin ser consciente, a llevarse de calle el juego.

Así lo dejé cuando lo perdí en mi vida, y así me gusta recordarlo. La última vez que lo ví tuvimos oportunidad de despedirnos. Estaba abatido por el adiós, y me sorprendió ver como se le humedecían los ojos. Creo que no supe lo grande que era hasta ese momento. Era de esperar, porque yo también era uno de los malos.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Un concierto francés (III)

La incomodidad de los taburetes y el rollo instrumental del concierto –que sólo se rompía para cantar en un francés que, claro, no entendía nadie salvo el cantante- terminaron por romper la concentración de Santos, que miraba aquí y allá esforzándose –con el habitual discreto éxito- en evitar las miradas de la madura redonda. Fue entonces cuando se fijó en que la ucraniana tenía el cráneo muy marcado, la calavera bajo la piel, algo que se subrayaba por el hecho de llevar el pelo recogido y estirado en un moño, a lo andaluz. Santos decidió que era esa característica común en las féminas del este. ‘Tiene el cráneo marcado’, pensaba. ‘Un defecto’. Santos creía que en la relación con las mujeres había que tener siempre muy presentes sus defectos. Especialmente si eran atractivas. Eso lo relajaba a uno y las bajaba del pedestal a ellas. Si su estrategia podía funcionar en esta ocasión no podía saberlo. La ucraniana le dedicó apenas tres décimas de segundo cuando el Angel le presentó a lo lejos en plan ‘he venido con un amigo’.

La morena era otro estilo; físicamente perfecta, absolutamente tonta. Santos estaba convencido. No era un tópico; era algo cierto y demostrable. La pregunta sobre el sexo de los tubos y las cañas en boca de alguien de más de veinte años era imperdonable. Fea y gorda, el Robe se le hubiera descojonado en la cara. De eso también estaba Santos seguro. Luego, en el descanso, se había puesto a examinar el bajo del argentino, en una postura en la que daba la impresión de que fuera a meterse los trastes en la boca, a modo de falo. Quizá se trataba de un acto reflejo, pensó. No podía evitarlo la pobre. También oscilaba con la música cuando le parecía, al igual que hacía la madura redonda. Pero en la nena morena quedaba mejor. Claro.

Cuando todo terminó, el Angel quedó enganchado una vez más en conversación con la ucraniana. Santos se apartó prudentemente. No quería mostrar interés alguno, en una especie de devolución de pelota cuando ya no había nadie al otro lado del campo. Pero el Angel se alargaba, y se alargaba, y se alargaba. Santos podía ver como disfrutaba conversando con la belleza del este –pero que tenía el cráneo marcado- y para entretenerse se puso a ordenar la agenda del móvil en postura más o menos interesante. Su agenda no era demasiado extensa y estaba bastante ordenada. El Angel seguía y seguía. Cuando terminó, se enganchó con la morena, que ahora, y así de lejos, le parecía menos tonta. Se dijo que sólo podía ser un espejismo, y trató de entretener la vista con el resto del aforo. Un grupo de cubanas aburridas por aquél rollo instrumental europeo esperaban a que el chorbo de una de ellas se despidiera para abandonar el local. El tipo era la antagonía del latin lover; se aplastaba el pelo negro, grasiento y brillante, a ambos lados de una raya en medio. A izquierda y derecha algunos mechones rebeldes caracoleaban. También –era la noche del ‘no bronceado’-, era cetrino y con sombra de barba. La expresión subnormaloide, como de Borbón endogámico. Es tremendo lo que tiene que hacer la gente para sobrevivir -o vivir sobre, cosa distinta esta-, pensó Santos.

Finalmente –muy al final-, Angel terminó de comerse a la morena con los ojos y ambos pudieron salir del local.

-Tienes mano para las tías –dijo Santos.

-¿Sí, verdad? Es raro ¿no?

Es raro, decía, porque tenía cincuenta y un tacos, y ellas veintipocos. Y además es que el Angel no era ni medio guapo. Conservaba una melena testimonial que no podía ocultar la incipiente calva, y tenía un ojo estrábico. Quizá era esa perilla de mosquetero que llevaba, pensaba Santos. La realidad es que el Angel era un tipo magnético con las mujeres. Era un don de Dios, o algo así.

Santos propuesto nueva audición en el concierto de la semana siguiente. Un cantautor esta vez. Al Angel le pareció bien; tenía veleidades de cantautor. ‘Así cojo ideas, acordes, y eso’. Era lo que le faltaba. Tocar la guitarra con rollito cantautor. Unido al comentado magnetismo, podía resultar atractivamente destructor.

Tras ellos, un tipo de entre treinta y cuarenta años que había pasado un rato maniobrando para aparcar, se bajó de un BMW de alta gama –seguramente un Z4-. Era rubio y vestía caro, la barba recortada y suave acento sudamericano. Santos se puso en guardia. Pero no era argentino. Por último pensó que quizás tampoco era sudamericano.

-¿Hay concierto hoy?

El Ángel le respondió que llegaba tarde, que acababa de terminar. Todo esto con mucho aparato y gesticulación. Angel se había trincado dos cervezas de tercio, y sabía beber regular.

-¿Estuvo bien?

-Bastante –dijo Santos-. Una cosa como muy francesa.

-Bueno, gracias muchachos.

 

Y se fue hacia algún sitio, seguro sobre unas botas de vestir blancas y puntiagudas.

Se despidieron. Santos dirigió sus pasos hacia la moto que había aparcado junto a la avenida. No sentía celos de Angel: ése era su don, pensaba. Cada cual, lo suyo. Pero, ¿y él? ¿qué era lo suyo? En tiempos había resultado atractivo a las mujeres. ‘Tiene algo’, les había oído decir en alguna ocasión. Pero eso era ‘antes de’.’Después de’ ,las cosas habían parecido cambiar en su interior, reflejándose en el exterior. Pensaba en todo esto rodeado por la tranquilidad de una noche templada, las luces suavizadas a color ámbar para no contaminar el cielo, o algo. Se puso el casco y arrancó en dirección a casa con una inevitable sensación agridulce. Entonces se acordó: ¿y la madura redonda? ¿Qué había pasado con ella? Joder. Ni puta idea.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Un concierto francés (II)

El concierto comenzó. Ángel había terminado con su rollo de los saludos. Él y Santos terminaron sentados tras la ucraniana y su amiga la morena, pero era pura geografía. No formaban grupo alguno. Ni de lejos.

La música –acordeón incluido- tenia un aire muy francés. La madura redondita basculaba entre la cerrazón de ojos, el flipe oscilante más o menos a ritmo, y las miraditas con Santos. Si la ucraniana o la morena le hubieran lanzado alguna de esas miradas se las hubiera follado allí mismo. Pero no.

Tras media hora de concierto y en el descanso, Santos descubrió que las buenorras que ignoraban su existencia en el cosmos sideral eran las nenas de los músicos. No es que se los tiraran; eran más bien una especie de animosas grupies Tampoco eran pibones en el sentido neumático de la palbara, sino niñas finas de cara bonita y formas menudas.

Como tanto a apuntar, los músicos -fuera de su condición- no eran gran cosa: el guitarra principal –una fiera musical que punteaba como el demonio-, tenía un halo de santidad; un no sé qué beatífico sobre la cabeza que lo alejaba de toda consideración erótica. Era el líder del grupo, cantaba en francés, pero ni por esas. Qué profesional. Aplausos, plas, plas, pero eso es todo. Santos pensó si estaría casado con el amor de su vida. Quizá era gay, pertenecía a una secta, no le interesaban las mujeres, había decidido inmolar su castidad en el templo de la música o estaba mayor. Pero Angel también estaba mayor y se hubiera follado a la ucraniana primero, y a la morena inmediatamente después, si le hubieran dejado. De hecho, se las follaba con la vista cada vez que se enganchaba a hablar con ellas. En algunos momentos Santos se sentía como ese amigo que en un momento sobra, entorpeciendo posibles maniobras de Angel para disfrutar de las grupies. Pero era sólo en algunos momentos, y estaba ocupado esquivando su inevitable tendencia natural a responder a las miraditas de la madura redonda. Al final, por natural idiocia, terminaba mirándola incluso cuando no había tal miradita.

Entre los músicos había otro guitarra que acompañaba al primero principalmente con acordes. De los punteos lujosos, el cante y el protagonismo se ocupaba el otro, que para eso lideraba el grupo y era francés. Este guitarra tenía un puntito de perdedor achuchable, pero a pesar de su juventud había algo enfermizo en sus formas, en su piel –apagada y mancheada aquí y allá-, incluso en una media melena que caía lacia, sin brillo alguno.

Santos se fijó entonces en el bajista; un argentino. El puto argentino de marras, pensó. Siempre tiene que haber uno. Se preguntaba por qué Dios había castigado a la humanidad primero con la creación de raza tan miserable, y después con su diáspora por el mundo mundial.

El argentino no era especialmente guapo, pero llevaba su rollo al límite; pelo y barba muy negros y algo rizados, gafas de montura metálica. No bebía cerveza, sino vino tinto y en copa. Tampoco fumaba rubio o negro, sino unos minúsculos puritos que consumía también mientras tocaba. Todos estos detalles confirmaron a Santos lo que había pensado de él nada más escuchar el meloso acento: era gilipollas. Además tocaba el bajo. A Santos le daba la impresión de que era inevitable, o asombrosamente común, que el bajo de los grupos tuviera siempre un punto odioso, narcisista; como si su presencia marcando ritmos al fondo de la melodía no le fuera suficiente y necesitara, de una forma u otra, llamar la atención.

De los músicos, el argentino era el que más lo flipaba tocando. Todos disfrutaban más o menos y hacían sus gestitos, pero no eran nada junto a las gesticulaciones bonaerenses. Más tarde, al final del concierto, el líder presentaría a la banda.

-…y al bajo, Mario Buachowsky

 

Buachowsky, masculló Santos para sí. Lo que faltaba para darle un toque noeyorkino, al mamón. Dios, qué amargura

 

Por último estaba el acordeón. Aunque resultaba imprescindible para darle a la composición ese toque inconfundible francés, carecía de glamour alguno. Santos le había visto intercambiar algunas palabras con las chicas, pero era evidente que no llegaría a nada más. Compartía con el guitarrista de los acordes la piel blanca, lechosa, el aspecto enfermizo, ojeras incluídas. Las groupies se follarían antes al argentino, o al de los acordes, o a algún otro tipo del bar, o se harían un dedo en casa antes de tirarse al tipo del acordeón. Santos contemplaba asombrado como recorría el teclado a velocidad y precisión pasmosa. Daba igual, pensó. Le parecía que ese instrumento sería mucho más complejo de aprender y manejar que una guitarra, pero igualmente menos lucido. Esperaba que se divirtiera tocando; era todo lo que iba a obtener. ¿Me tiré al del acordeón? No. Me parece que no.

martes, 21 de octubre de 2008

Un concierto francés (I)


Sólo le miraban las viejas, y lo llevaba muy mal. Lo peor es que, una vez establecido contacto, no podía evitar volver la vista en su dirección una y otra vez. No es que la mujer estuviera especialmente mal para su edad, pero ¿cuál sería su edad? Podían ser cincuenta. Podían ser ciento cincuenta. Tanto daba. Era ese tipo de persona que alcanzó en algún momento ese aspecto bajo el que ya no importa tu edad. Era redonda, pero tampoco excesivamente gorda. Santos la imaginó recreando una imagen más o menos francesa, o sea; sexo de una madura –por envergadura y estilo no podía llamarse madurita- con un jovenzano. Pero Santos tampoco era ningún jovenzano. Ya no cumplía los treinta, y las dos chiquillas de veintipoco que se sentaban delante de él no le hacían ni puto caso. Cuando Angel se aproximo a ellas Santos se quedó a cuadros. Pero le duró poco. Era el estilo de Angel, lo que había que esperar de él.

Angel conocía a una de las niñas; tenía un aire así como ucraniano, del este, vaya. Pero no. Sólo estaba buena. Y además cantaba. De eso la conocía el Angel siempre metido en todos tipo de fregaos musicoides.

La ucraniana le presentó a su amiga; una morena buenorra, algo más joven, con un pequeño piercing en la nariz; vestido relativamente ajustado, negro. Nada más entrar a la sala se acodó en la barra para preguntar:

 -¿Qué diferencia hay entre una caña, un tubo y un botellín?

 

Santos, que había llegado antes y esperaba al Angel amurado a la barra, aguardó la reacción del dueño que, muy profesional, le explicó el tema. Un camarero más joven hubiera aprovechado para ligar con la nena –y hubiera tomado la pregunta por un tejazo para establecer contacto-, pero el Robe lucía bigote decimonónico y estaba ya de vuelta para esas cosas. Se lo explicó, sin reírse ni nada, en una acción puramente didáctica. Santos pensó en hacer leña de la lerdada con Robe, en plan ‘de dónde habrá salido esta’ o algo por el estilo, hacer risión del árbol caído, pero se lo pensó mejor ¿Tonta del culo? Quizá, pensó. Pero está buena. Prudencia.

Ahora Angel charraba con ella encantado de la vida, él y sus cincuenta recién cumplidos. Santos miraba sin esperanza ninguna de que la ucraniana o la morena tontorrona se interesaran por él. No llevaba bien los treinta. Su genética no los llevaba bien. Ya se conocía el mundillo y sus crueldades, y se lo montaba en plan budista. Ohm. Sin deseos, no hay sufrimiento. Algo así.

Al menos no la había cagado. Podía haber sido una cagada doble; una supercagada, como decía un homogayer de la tele. El Robe podía haber respondido a su invitación al cachondeo con postura muy seria –la belleza, siempre la belleza-, y luego le podían haber presentado a la víctima que –para hacer cagada de triple salto mortal- se habría olido de alguna forma el pastel. Pero ni lo uno ni lo otro. El Angel perdía la cabeza cuando se ponía a charrar con nenas bonitas, no podía evitarlo. Se olvidaba de todo lo que tenía a su alrededor. No era mala baba, ni intención de monopolizar a las miembras. Simplemente, se le tragaban los ojos, los labios, la boca y todo lo demás de la interfecta. Angel era un adicto a las mujeres, y el Gran Orden, de forma piadosa, le concedía, al menos, admirada conversación con ellas.