miércoles, 29 de octubre de 2008

Un concierto francés (III)

La incomodidad de los taburetes y el rollo instrumental del concierto –que sólo se rompía para cantar en un francés que, claro, no entendía nadie salvo el cantante- terminaron por romper la concentración de Santos, que miraba aquí y allá esforzándose –con el habitual discreto éxito- en evitar las miradas de la madura redonda. Fue entonces cuando se fijó en que la ucraniana tenía el cráneo muy marcado, la calavera bajo la piel, algo que se subrayaba por el hecho de llevar el pelo recogido y estirado en un moño, a lo andaluz. Santos decidió que era esa característica común en las féminas del este. ‘Tiene el cráneo marcado’, pensaba. ‘Un defecto’. Santos creía que en la relación con las mujeres había que tener siempre muy presentes sus defectos. Especialmente si eran atractivas. Eso lo relajaba a uno y las bajaba del pedestal a ellas. Si su estrategia podía funcionar en esta ocasión no podía saberlo. La ucraniana le dedicó apenas tres décimas de segundo cuando el Angel le presentó a lo lejos en plan ‘he venido con un amigo’.

La morena era otro estilo; físicamente perfecta, absolutamente tonta. Santos estaba convencido. No era un tópico; era algo cierto y demostrable. La pregunta sobre el sexo de los tubos y las cañas en boca de alguien de más de veinte años era imperdonable. Fea y gorda, el Robe se le hubiera descojonado en la cara. De eso también estaba Santos seguro. Luego, en el descanso, se había puesto a examinar el bajo del argentino, en una postura en la que daba la impresión de que fuera a meterse los trastes en la boca, a modo de falo. Quizá se trataba de un acto reflejo, pensó. No podía evitarlo la pobre. También oscilaba con la música cuando le parecía, al igual que hacía la madura redonda. Pero en la nena morena quedaba mejor. Claro.

Cuando todo terminó, el Angel quedó enganchado una vez más en conversación con la ucraniana. Santos se apartó prudentemente. No quería mostrar interés alguno, en una especie de devolución de pelota cuando ya no había nadie al otro lado del campo. Pero el Angel se alargaba, y se alargaba, y se alargaba. Santos podía ver como disfrutaba conversando con la belleza del este –pero que tenía el cráneo marcado- y para entretenerse se puso a ordenar la agenda del móvil en postura más o menos interesante. Su agenda no era demasiado extensa y estaba bastante ordenada. El Angel seguía y seguía. Cuando terminó, se enganchó con la morena, que ahora, y así de lejos, le parecía menos tonta. Se dijo que sólo podía ser un espejismo, y trató de entretener la vista con el resto del aforo. Un grupo de cubanas aburridas por aquél rollo instrumental europeo esperaban a que el chorbo de una de ellas se despidiera para abandonar el local. El tipo era la antagonía del latin lover; se aplastaba el pelo negro, grasiento y brillante, a ambos lados de una raya en medio. A izquierda y derecha algunos mechones rebeldes caracoleaban. También –era la noche del ‘no bronceado’-, era cetrino y con sombra de barba. La expresión subnormaloide, como de Borbón endogámico. Es tremendo lo que tiene que hacer la gente para sobrevivir -o vivir sobre, cosa distinta esta-, pensó Santos.

Finalmente –muy al final-, Angel terminó de comerse a la morena con los ojos y ambos pudieron salir del local.

-Tienes mano para las tías –dijo Santos.

-¿Sí, verdad? Es raro ¿no?

Es raro, decía, porque tenía cincuenta y un tacos, y ellas veintipocos. Y además es que el Angel no era ni medio guapo. Conservaba una melena testimonial que no podía ocultar la incipiente calva, y tenía un ojo estrábico. Quizá era esa perilla de mosquetero que llevaba, pensaba Santos. La realidad es que el Angel era un tipo magnético con las mujeres. Era un don de Dios, o algo así.

Santos propuesto nueva audición en el concierto de la semana siguiente. Un cantautor esta vez. Al Angel le pareció bien; tenía veleidades de cantautor. ‘Así cojo ideas, acordes, y eso’. Era lo que le faltaba. Tocar la guitarra con rollito cantautor. Unido al comentado magnetismo, podía resultar atractivamente destructor.

Tras ellos, un tipo de entre treinta y cuarenta años que había pasado un rato maniobrando para aparcar, se bajó de un BMW de alta gama –seguramente un Z4-. Era rubio y vestía caro, la barba recortada y suave acento sudamericano. Santos se puso en guardia. Pero no era argentino. Por último pensó que quizás tampoco era sudamericano.

-¿Hay concierto hoy?

El Ángel le respondió que llegaba tarde, que acababa de terminar. Todo esto con mucho aparato y gesticulación. Angel se había trincado dos cervezas de tercio, y sabía beber regular.

-¿Estuvo bien?

-Bastante –dijo Santos-. Una cosa como muy francesa.

-Bueno, gracias muchachos.

 

Y se fue hacia algún sitio, seguro sobre unas botas de vestir blancas y puntiagudas.

Se despidieron. Santos dirigió sus pasos hacia la moto que había aparcado junto a la avenida. No sentía celos de Angel: ése era su don, pensaba. Cada cual, lo suyo. Pero, ¿y él? ¿qué era lo suyo? En tiempos había resultado atractivo a las mujeres. ‘Tiene algo’, les había oído decir en alguna ocasión. Pero eso era ‘antes de’.’Después de’ ,las cosas habían parecido cambiar en su interior, reflejándose en el exterior. Pensaba en todo esto rodeado por la tranquilidad de una noche templada, las luces suavizadas a color ámbar para no contaminar el cielo, o algo. Se puso el casco y arrancó en dirección a casa con una inevitable sensación agridulce. Entonces se acordó: ¿y la madura redonda? ¿Qué había pasado con ella? Joder. Ni puta idea.

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