miércoles, 22 de octubre de 2008

Un concierto francés (II)

El concierto comenzó. Ángel había terminado con su rollo de los saludos. Él y Santos terminaron sentados tras la ucraniana y su amiga la morena, pero era pura geografía. No formaban grupo alguno. Ni de lejos.

La música –acordeón incluido- tenia un aire muy francés. La madura redondita basculaba entre la cerrazón de ojos, el flipe oscilante más o menos a ritmo, y las miraditas con Santos. Si la ucraniana o la morena le hubieran lanzado alguna de esas miradas se las hubiera follado allí mismo. Pero no.

Tras media hora de concierto y en el descanso, Santos descubrió que las buenorras que ignoraban su existencia en el cosmos sideral eran las nenas de los músicos. No es que se los tiraran; eran más bien una especie de animosas grupies Tampoco eran pibones en el sentido neumático de la palbara, sino niñas finas de cara bonita y formas menudas.

Como tanto a apuntar, los músicos -fuera de su condición- no eran gran cosa: el guitarra principal –una fiera musical que punteaba como el demonio-, tenía un halo de santidad; un no sé qué beatífico sobre la cabeza que lo alejaba de toda consideración erótica. Era el líder del grupo, cantaba en francés, pero ni por esas. Qué profesional. Aplausos, plas, plas, pero eso es todo. Santos pensó si estaría casado con el amor de su vida. Quizá era gay, pertenecía a una secta, no le interesaban las mujeres, había decidido inmolar su castidad en el templo de la música o estaba mayor. Pero Angel también estaba mayor y se hubiera follado a la ucraniana primero, y a la morena inmediatamente después, si le hubieran dejado. De hecho, se las follaba con la vista cada vez que se enganchaba a hablar con ellas. En algunos momentos Santos se sentía como ese amigo que en un momento sobra, entorpeciendo posibles maniobras de Angel para disfrutar de las grupies. Pero era sólo en algunos momentos, y estaba ocupado esquivando su inevitable tendencia natural a responder a las miraditas de la madura redonda. Al final, por natural idiocia, terminaba mirándola incluso cuando no había tal miradita.

Entre los músicos había otro guitarra que acompañaba al primero principalmente con acordes. De los punteos lujosos, el cante y el protagonismo se ocupaba el otro, que para eso lideraba el grupo y era francés. Este guitarra tenía un puntito de perdedor achuchable, pero a pesar de su juventud había algo enfermizo en sus formas, en su piel –apagada y mancheada aquí y allá-, incluso en una media melena que caía lacia, sin brillo alguno.

Santos se fijó entonces en el bajista; un argentino. El puto argentino de marras, pensó. Siempre tiene que haber uno. Se preguntaba por qué Dios había castigado a la humanidad primero con la creación de raza tan miserable, y después con su diáspora por el mundo mundial.

El argentino no era especialmente guapo, pero llevaba su rollo al límite; pelo y barba muy negros y algo rizados, gafas de montura metálica. No bebía cerveza, sino vino tinto y en copa. Tampoco fumaba rubio o negro, sino unos minúsculos puritos que consumía también mientras tocaba. Todos estos detalles confirmaron a Santos lo que había pensado de él nada más escuchar el meloso acento: era gilipollas. Además tocaba el bajo. A Santos le daba la impresión de que era inevitable, o asombrosamente común, que el bajo de los grupos tuviera siempre un punto odioso, narcisista; como si su presencia marcando ritmos al fondo de la melodía no le fuera suficiente y necesitara, de una forma u otra, llamar la atención.

De los músicos, el argentino era el que más lo flipaba tocando. Todos disfrutaban más o menos y hacían sus gestitos, pero no eran nada junto a las gesticulaciones bonaerenses. Más tarde, al final del concierto, el líder presentaría a la banda.

-…y al bajo, Mario Buachowsky

 

Buachowsky, masculló Santos para sí. Lo que faltaba para darle un toque noeyorkino, al mamón. Dios, qué amargura

 

Por último estaba el acordeón. Aunque resultaba imprescindible para darle a la composición ese toque inconfundible francés, carecía de glamour alguno. Santos le había visto intercambiar algunas palabras con las chicas, pero era evidente que no llegaría a nada más. Compartía con el guitarrista de los acordes la piel blanca, lechosa, el aspecto enfermizo, ojeras incluídas. Las groupies se follarían antes al argentino, o al de los acordes, o a algún otro tipo del bar, o se harían un dedo en casa antes de tirarse al tipo del acordeón. Santos contemplaba asombrado como recorría el teclado a velocidad y precisión pasmosa. Daba igual, pensó. Le parecía que ese instrumento sería mucho más complejo de aprender y manejar que una guitarra, pero igualmente menos lucido. Esperaba que se divirtiera tocando; era todo lo que iba a obtener. ¿Me tiré al del acordeón? No. Me parece que no.

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