jueves, 30 de octubre de 2008

De cómo Juan les ganó la partida a los malos


Era una de esas persona inusualmente inocentes, una excepción de la que sólo podías esperar oleadas de buenrrollismo. Tenía su lado oscuro, claro, pero no era culpa suya, sino de una educación retrógrada, reaccionaria, que venía del tener fonda y tierras cuando llegaron los rojos, esos que quemaron la iglesia del pueblo y les desmontaron el molino.

Juan era por tanto –había sido, ahora ya un poco menos, y me hubiera gustado conocer los resortes que le habían llevado a perder la fe, a él, alguien que no parecía rebelarse nunca contra un destino duro y seco- bastante religioso y muy tradicional. No era cristiano de los que maniobran, compadrean y medran, sino sólo creyente temeroso de un Dios que le ignoraba, o al menos eso me parecía a mí.

Juan había tenido una suerte regular con la familia. Su mujer estaba lastrada por todo tipo de frustraciones cuyo calado real sólo ella conocía. Una de ellas, quizá la principal, provenía de su hermana y su cuñado. Era su hermana el prototipo de triunfadora a la que el destino había sonreído; todo lo contrario que a ella. Ella se había visto obligada a servir de joven, a pasar hambre y sufrir humillaciones de rico. Se había casado con Juan, que nunca llegaría a nada importante en la vida –era demasiado bueno y manso para ello-. Su hermana tenía una casa mejor y más grande, incluso mayor número de hijos. Tenía un estilo ciudad de provincias, clase media alta, mientras que la mujer de Juan se había quedado en el pueblo, en vecina de barrio como mucho. Su marido trabajaba en un banco, conducía un buen coche, incluso montaba una scooter para mantener el ritmo de su ajetreada vida. Así de moderno era.

Todo eso, y el trato de favor de sus padres para con la hermana pequeña –que no tuvo que marchar a servir, ni pasó hambre, ni sufrió humillaciones de rico- había ido labrando lentamente un resentimiento contra ella y contra el mundo, y aunque no machacaba mucho a Juan por su falta de progreso en la burguesía de provincias, era todo aquello una bruma que se sentía en seguida cuando los conocías. Era una mujer con un puntito egoísta y marimandón, defectos estos cuya condición le había impedido desarrollar. Al contrario que su hermana –que lucía tipo Corte Inglés-, había engordado mucho, y no tenía en cuenta etiquetas ni refinamientos cuando invitaba a comer o cenar a su casa. Yo, claro, tampoco la trate ni medio bien, detestando en su día aquellas maneras de extrarradio.

Juan pasó la mayor parte de su vida bastante feliz, porque los dioses, al menos, le habían concedido la paz del que no aspira a mucho más, del que disfruta con el trabajo aunque sea duro y se apropie de la mayor parte de tu vida. Sólo con el paso de los años se había desengañado de un jefe con el que empezó un compadreo que se hizo imposible conforme la tiranía del mando fue imponiendo su ley. Pero lo mejor es que, cuando ya cumplía los cincuenta y pico, se le cayó de la manga un as del que ni siquiera él era consciente. Como un viejo mago que, tras años sin ejercer, se pone un traje raído y descubre un truco guardado en algún bolsillo; recordó de pronto sus lecciones de mozo; cuando su padre –músico por afición pero presente en distintas orquestas tocando el violín, nada menos- le había llevado a aprender solfeo, bandurria, cosa tradicional y decente. Pronto Juan demostraría carecer de talento para ello, o quizá fuera la vida y el seguir malos consejos que lo llevaron a ponerse pronto a trabajar de lo que fuera. Pero la cosa es que lo dejó. Lo dejó para ser padre de familia y abrirse paso en una sociedad que se aprovecharía siempre de su buena fe. De su fe, en general.

Recordó, se ha dicho, sus lecciones de mozo. Y de alguna forma el Gran Orden le puso en contacto con una agrupación de música tradicional, que necesitaba una bandurria más. Y así empezó a tocar en misas, en procesiones, dentro de aquél mundillo religioso que hasta el momento no le había servido para nada. Y lo recaudado se gastaba en cenas, en comidas. Y había que ensayar, y preparar las piezas en casa: Juan retomó la costumbre de grabarse para mejorar, de tocar sobre melodías. Es estupendo recordarle con sus escasos medios: una grabadora de cinta en medio de la era digital y del MP3, hojas de pentagrama en las que anotar progresos, cambios, improvisaciones. Un día acudió su padre a la capital por cosa de médicos, y durante la comida Juan tocó una pieza. El anciano, virtuoso del violín, asentía piadosamente. Lo que tocaba Juan no era gran cosa, y nadie sabrá nunca hasta que punto tenía aquél hombre de noventa años orgullo silencioso de padre, o respeto de músico por otro que hacía lo que podía si poseer ningún talento.

Juan terminó así convertido en músico aficionado, con los conocimientos suficientes para que la música tomara su vida y la engalanase con todo tipo de eventos sociales. Contra eso nada podían hacer los malos. Juan salía ahora más que ellos, escuchaba aplausos, conocía a más gente, disfrutaba tocando. Su existencia se iluminó, y todos aquellos que lo habían tenido por un don nadie a lo largo de su vida nunca lo reconocerían; mirarían hacia otro lado, quizá incluso se atreviesen a hacer algún chiste sobre la música y el vestido tradicional que llevaba Juan. Pero en el fondo sabían que habían perdido. Ellos no tenían as alguno en la manga con el que ganar la mano de Juan –eran peligrosamente listos, pero nunca magos de nada-, que se disponía, aún sin ser consciente, a llevarse de calle el juego.

Así lo dejé cuando lo perdí en mi vida, y así me gusta recordarlo. La última vez que lo ví tuvimos oportunidad de despedirnos. Estaba abatido por el adiós, y me sorprendió ver como se le humedecían los ojos. Creo que no supe lo grande que era hasta ese momento. Era de esperar, porque yo también era uno de los malos.

2 comentarios:

Exilio Cósmico dijo...

Delaney, me ha encantado esta historia. Escribes muy bien. Describes a tu personaje como se describen las costumbres de los animales en los programas de naturaleza. Yo lo que necesito es que se me caiga un as de la manga como a Juan. Ya sé que dirás que tengo muchos, pero la que importa no es si es un as o no, sino si se lo parece al que le toca.

Delaney dijo...

Muchas gracias, no te he respondido antes porque abandoné el blog y sólo lo visito cuando quiero recordar la historia de Juan.

Es cierto que los ases sólo lo son cuando a nosotros mismos nos lo parecen, de lo contrario se convierten en cartas mucho más bajas.

Hace tiempo que yo también busco ese as, el año que viene tiene buenas perspectivas -al menos alguna perspectiva- para que me aparezca uno bajo la manga. Estoy luchando para que así sea.

Espero que tu también encuentres tu As. Salud y suerte.